LA CIUDAD DE MIS SUEÑOS
Quiébrense la cabeza buscando ciudades si les place. Escudriñen su memoria hasta el límite de la cordura, investiguen como obsesos por decenas de miles de millones de páginas webs, límense las yemas de los dedos consultando todas las enciclopedias y guías de viaje de que dispongan en las bibliotecas y kioscos. Propongan lo que propongan, les advierto que ningún sitio del mundo va a estar a la altura de la ciudad de mis sueños. ¿No se lo creen? Lean un par de frases más y lo entenderán. Mi ciudad de los sueños alberga la refrescante brisa floral del Generalife, la radiante luz de Tánger, las paredes encaladas y puertas teñidas de azul de Sidi Bou Said, las playas paradisíacas de Assilah, los 455 puentes de Venecia, las sobrecogedoras iglesias barrocas londinenses de Hawksmoor… y todo ambientado con la estética de las ilustraciones de cuento clásico y melodías nostálgicas de acordeones del París de “Amelie”. Pero eso no es lo más increíble. Para ir allí no hace falta recorrer agencias de viajes, reservar billetes y menos pagar un duro. Se ahorrarán transporte, no tendrán que depender de ningún guía turístico ni aguantar a un aerofágico compañero de autobús. ¿Qué cómo se llega? Consiste en mirar (mirar y no observar) fijamente una pared o una mosca que aceche sobre una ventana (también se puede probar con el “Ulises” de Joyce o cualquier película de Akira Kurosawa). Tras unos segundos de ensimismamiento, ¡zas! ¡Ya estás allí!
Desde mi más tierna infancia frecuentaba con asiduidad aquella extraordinaria ciudad. Mientras Astérix se encargaba de transmutarla como Lutecia, Gergovia o la aldea que siempre resistió al invasor, Tintín prefería dotarla de aires más sofisticados, transformándola en Saint-Tropez, Chicago o Shangai. Lo que desconocía por completo es que la ciudad de mis sueños tuviera nombre. Mis abnegados profesores del colegio me lo revelaron. Con rostros resignados balbuceaban para sí mismos “Madre mía, siempre está en la inopia” Inopia. Qué gran nombre. De hecho, en mi coche, en vez de tener adherida una pegatina de “I love Málaga” o “I love Andalucía”, tengo una donde se lee “I love Inopia”. Inopia era un lugar que podías visitar siempre que lo desearas. Si tu madre te pegaba una bronca, que mejor momento que dar una vuelta por Inopia. Menudos paseos me daba con Milú por las calles sembradas de minaretes de Klow, capital de Sildavia. Mi madre, curtida en mil batallas, consciente de que su hijo en aquellos momentos no pertenecía al mundo terrenal, formulaba la sentencia que arrastraba inevitablemente a la tragedia “Repíteme lo que te he dicho”. Inmediatamente un terremoto de proporciones titánicas se cebaba con mi ciudad. Abismales grietas kilométricas se abrían paso con premura por las avenidas, mientras interminables edificios resquebrajados se precipitaban brutalmente contra el suelo. Los inopianos y yo, con nuestro fez en la cabeza, tratábamos de huir de tanta devastación, aunque los sildavos terminaban por difuminarse para dar paso irremediablemente al semblante circunspecto de mi madre. Un tifón de consecuencias cataclísmicas, plagado de clamores al cielo tales como “¡¡Por los clavos de Cristo!!” y “¡¿Dios mío, pero qué es lo que estoy criando?!”, iba a desencadenarse.
La capacidad de absorción de Inopia es tan alta, que inevitablemente arrastra a todo el que te rodea, haciéndoles partícipes, sin proponérselo, de auténticas películas. El otro día un primo mío, me ilustraba frente a la barra de un pub, sobre los apasionantes entresijos de las hipotecas, el Euríbor y los créditos bancarios. A los pocos segundos de iniciar su argumentada disertación financiera, ¡zas! ¡Ya estaba otra vez en Inopia! Una racha de aire marino y bien contaminado me sacudió de improviso. La barra ya no era una barra, sino el puente de Brooklyn, y los cubatas adoptaban formas de camiones, furgonetas, coches y taxis amarillos. Todos estaban detenidos entre un ensordecedor enjambre de pitidos de claxon. Mi primo era ahora un veterano agente del Departamento de Policía de Nueva York, que me contenía arguyendo que “Las hipotecas concedidas por bancos se…No se puede acceder a Manhattan… Íbex 3… Ha sido invadida por los extraterrestres… en el portal inmobiliario.” No pude evitar levantarme ligeramente el jersey en aquel bar, para demostrar con mi atuendo interior, que en realidad era Spiderman y que podía dejar la ciudad en mis manos.
Mi novia es una estrella cinematográfica habitual de mis sueños. Imagínense la siguiente escena de acción. Repanchingado apaciblemente sobre mi sillón, un lejano eco me dispara como un resorte “¡No tiene mierda la casa ni ná!”. Mi mente automáticamente me tele-transporta a un contexto en consonancia con la tensión que sugiere el ambiente. Estoy en la penitenciaria de Alabama, en plena “La milla verde”. Soy un fornido hombre de color confinado en una silla eléctrica, inculpado por un crimen que no he cometido, aunque afrontando con admirable resignación y valor el fatal desenlace. Mi novia es un funcionario de prisiones situado junto a la palanca de conexión. De repente, una espantosa amenaza articulada por el impasible funcionario, proporciona una nueva vuelta de tuerca a los acontecimientos, “Le hace falta una buena mano de pintura al piso”. John Coffey era un gran tipo, pero no reúne los tintes épicos que requiere el momento. Abato un poco más el respaldo de mi asiento, transfigurándose ahora en un potro de tortura, a la vista de una jauría exaltada de plebeyos en pleno Londres del medievo. Sí, se trata de “Braveheart”. Reconozco una presencia familiar en el verdugo que me escolta. El matarife arrima sus labios a la oreja de mi maltrecho cuerpo, susurrando la definitiva sentencia de muerte “Voy a preparar dos bocadillos, que mañana se nos va a hacer el día muy largo en el Ikea”. Solo puedo reaccionar de una manera posible, tal como lo haría William Wallace, vociferando al viento “¡¡¡Libertaaaaaad!!!”.
Un elenco de lujo lo componían mis profesores de la facultad, sobre todo aquellos sufridos becarios que nos colocaban a las cuatro de la tarde. ¡Cuántos papeles estelares han interpretado! Recuerdo cuando en pleno junio nos llevaron de excursión al campo. En las proximidades del pueblecito de Bérchules, nuestro anciano y apocado maestro Don Severino Carrascosa, golpeaba persistentemente mediante un pico de geólogo (a pesar de que el hombre ya no estaba para muchos trotes) una roca de mármol, con la intención de desgajar una pequeña muestra con la que aleccionarnos. En Inopia el escenario era muy distinto, en realidad no era un pico, sino un látigo con el que, el hercúleo y apuesto Severino Carrascosa, flagelaba frenéticamente a cuatro espléndidos corceles blancos que tiraban vertiginosamente de su cuadriga. Mis compañeros y yo atiborrábamos las gradas del Coliseo romano jaleando su nombre. Desde aquel día, nadie más lo conoció como Severino, ya que se encumbró como una leyenda viviente, nada menos que el Ben-Hur de Bérchules.
Era muy difícil mantener un control estricto de mis facciones mientras divagaba por Inopia. Era inevitable esgrimir una sonrisa, arquear las cejas o emitir algún sonido gutural. Normalmente esto no suponía un inconveniente, gracias a la complicidad de mis amigos o familiares, o al amparo de la aglomeración de las clases. El problema surgió después, durante un Master que realicé en Madrid. Había una asignatura insufrible llamada “Mecánica de los suelos semisaturados”. Únicamente éramos seis en un aula diminuta. Era imposible evadirse mentalmente. El profesor reclamaba continuamente mi atención con sus diabólicos ojillos de hiena. No había escapatoria… hasta que me fijé en él. Se sentaba en el otro extremo del aula. Bajito y cabezón, se ocultaba tras unas amplias gafas de empollón. Observaba fijamente al profesor con un gesto de plena concentración, mientras asentía con seguridad la cabeza. Cuando posteriormente nos dirigíamos a los comedores, le abordé e imploré que me revelara como lograba atender. Su respuesta fue como una fusta que chasquea al estamparse violentamente contra el suelo. “¿Atender? En realidad, me paso todas las clases, imaginándome a las tías de mi pueblo en pelotas”. ¡Aquel era en verdad el maestro zen de la inopia! Había tenido la oportunidad de conocer un genio……y no iba a desaprovecharla. Le supliqué que me adoctrinara. Tras sentarme a su lado durante unos días, logré imitar perfectamente sus pautas de comportamiento. La coordinación era total. Asentíamos a la vez, señalábamos una fórmula con determinación voraz… y todo mientras me deleitaba con Inopia. El último día de clase decidí visitar el pueblo de mi mentor. Mientras con el rabillo del ojo percibía como mantenía su gesto serio e inescrutable, creí verle en una vasta plaza, brincando desaforadamente entre una congregación ingente de bellas jovencitas desprovistas de ropa.
Cuando las realidades que os ofrezca el mundo sean desalentadoras o provocadoramente tediosas, no dudéis en refugiaros en Inopia. La reconoceréis por que está suspendida sobre un manto denso de nubes, y porque posee el zoo con mayor variedad de musarañas que hayáis visto en vuestra vida. Los inopianos, ajenos a la crisis, os acogerán con los brazos abiertos. O si no, siempre nos quedará Babia…
LA CIUDAD DE MIS SUEÑOS, 2ª PARTE (acerca de lo que aconteció después al profesor de «Mecánica de los suelos insaturados»)
- ¡Oh, diligente esposo! Se te ve atribulado. ¿Qué es lo que aflige a tu erudito intelecto en esta tarde tormentosa? Acomódate en el sillón frente a la chimenea y cuéntamelo todo mientras te preparo una bien merecida infusión.
- Querida Bernardina. Como siempre, sabes intuir con tu adorable instinto femenil lo que bulle en mi procelosa cabeza. Aunque ahora no se trata de enrevesadísimas fórmulas o perspicaces disquisiciones acerca del infausto devenir de nuestra vergonzante sociedad. Ahora lo que me turba es que hoy ha sido el último día de mis clases magistrales.
- ¿Te refieres a tus clases de “Mecánica de suelos insatisfechos”?
- ¡Ah, mi deliciosa Bernardina! ¡Qué hilarantes momentos me brindas con tu supino desconocimiento en lo que respecta a las siempre exigentes disciplinas del saber! No, mujer, no, “Mecánica de los suelos insaturados”.
- Ah, ya sabes cómo soy, Eulogio. ¿Te hago una valeriana?
- ¡No, por Dios! No es aconsejable adormecer un cerebro tan activo como el mío. Mejor un té verde que ayude a reflorecer mis luminosas ideas. A un declarado siervo de la humanidad como soy debe exigírsele un perpetuo sacrificio, ignorante del insustancial sueño.
- Ahora mismo, mi humilde esposo. ¿Qué decías de tus alumnos?
- Decía que nunca he tenido un grupo mejor que este. Es de tu conocimiento que, emulando al gran Wagner, que construyó un teatro diseñado exclusivamente para la audición de su obra El anillo del nibelungo, confeccioné el aula ideal que precisaban mis clases magistrales. Como una sublime sinfonía de notas vibrantes y exquisitas, solo apta para las mentes más sobresalientes. De ahí el número reducido de alumnos. Solo seis, pero seis mentes dignas del sudor de mis labios y del polvo de mi tiza. En un principio temí que uno de ellos fuera un tollo, ya sabes, uno de esos de pobre intelecto. De mirada corta y extraviada, más propia de un pollino, describía torpes movimientos con sus manos y cabeza, como dando a entender que no era recibido de buen agrado la ambrosía de conocimientos que yo despachaba generosamente. Temí que hubiera sido objeto de una broma zafia orquestada por mis pueriles compañeros de departamento, que siempre envidiosos de mi talento me hubieran colado a un hereje. Aunque pronto tuve que revertir mis sospechas. Tomando como modelo a otro pupilo, este de gafas prominentes y dotado de una capacidad de concentración prodigiosa, que bebía ávido de mi sapiencia como si fuera néctar de los dioses, el pollino cambió de actitud. ¡Si hubieras tenido ocasión de conocer a semejante tándem, oh, abnegada esposa! Como una máquina integrada por sendos engranajes que rodaba eficiente y segura al son de mi tiza. Una perfecta sincronía se fraguó entre ellos y yo, un incesante flujo de gráficos y algoritmos en el que bien podría haberse prescindido de las palabras. Tres pilares sobre el que se sustentaba un delirante universo de números y paradigmas. Ya lo hubiese querido para sí Pitágoras con su cacareada escuela.
- ¿Y ahora que será de ti, Eulogio?
- Tu té obra milagros, Bernardina. Mi mente se ha iluminado con la energía cegadora de una estrella en su apogeo. Ahora será de mí una flamante asignatura. Mecánica de los suelos insaturados: nuevos horizontes por explorar. Con más horas y desafíos. Concebida específicamente, por supuesto, para mis dos más brillantes pupilos…
FANTASÍA ALICATADA
Soy perfectamente consciente de que el establecimiento del que voy a hablar, puede herir ciertas sensibilidades, aunque sinceramente, cada vez que entro en un sitio así, me supone un ejercicio continuo de gozo… Y porque no, alguien tenía que decirlo, el edén no debe de distar demasiado de… ¡Los bares alicatados!
Sí, amigos, sí, me refiero a esos bares entrañables que conforman el corazón de nuestra ciudad de Málaga, alicatados en su interior con azulejos de cuarto de baño de los años 70, con tonos tan alegres y vivos, como el marrón oscuro o el verde pizarra. Si quieren experimentar, al igual que los héroes de las novelas de ciencia ficción, lo que se siente al saltar a una dimensión desconocida, solo tienen que empujar su puerta acristalada y adentrarse. Por favor, háganlo con suavidad, para que así puedan percibir el leve y fascinante patinar al que son sometidos sus pies, por corpúsculos duros y resbaladizos. ¿De qué extraordinarios artilugios se tratarán? Pálpenlos o intenten identificarlos por el sabor… ¡Exactamente! ¡Huesos de aceitunas!… Menudo filón para cualquier entendido del aceite… Cuántas temporadas de recolección podrían reconocer a simple vista… Cuántas variedades de olivas, desde cornicabra, pasando por hojiblanca hasta verdial… En fin, cuanto deleite botánico concentrado en apenas tres metros cuadrados de losetas. ¿Y qué son esas simétricas astillas, propias de un experto artesano carpintero, impregnadas con irisaciones verde mar, que acompañan a los huesos en su incierta distribución? Les daré una pista: han recorrido con precisión quirúrgica la fisiografía de cientos de encías. ¡Efectivamente, son palillos! Suficientes para que, François Pignon, protagonista de la película “La cena de los idiotas”, pudiera forjar un magnífico Taj Mahal.
La barra… el microcosmos… cúmulo de maravillas sin fin… Al adherirnos a ella, dos carteles de Semana Santa pegados a la pared y escoltando entre ellos, al hueso del jamón colgante, son lo primero que nos reclama la vista. En cada uno, retratados, la imagen de un Cristo y una Virgen respectivamente. Atención. Preparémonos para maravillarnos con un nuevo truco de prestidigitación, propio del infinito repertorio que nos reserva este mago alicatado. El artista gráfico, en su afán por desencajar y demacrar sus rostros hasta el límite del calvario, logra alterar de tal forma sus aspectos que, si sustituyésemos sus togas y coronas por unas coloridas prendas deportivas, más bien nos recordarían a ciertos individuos que escupidos del polígono, nos solicitan con sus manos implorantes, 50 céntimos “pa un cafelito”. ¡Desenlace sobrecogedor!
Bajo el hueso del jamón, descubrimos un artículo de fantasía. Un verdadero calidoscopio lácteo. Nada menos que una tarrina de mantequilla “Zas” de pigmentaciones cambiantes, concebidas por continuos repellones parduscos, negruzcos y verdosos, propinados por el sempiterno cuchillo de mango de plástico.
En ese instante, nos percatamos de que alguien situado en el otro extremo de la barra, nos vigila detenidamente. Se trata de un vejete abrigado con una rebequilla, apoyado en una muleta, y con un ducados descomponiéndose entre sus dedos. Nos escanea de arriba abajo, desentrañando nuestra alma, quizás a través de la verruga que sobresale de su frente, a modo de tercer ojo astral. Detrás, su fiel compañero el lotero, con restos de zurrapa en las comisuras de los labios, enfundado con el chándal del Real Madrid y una riñonera, y con los boletos sujetos a su pecho, como si se tratara de una ristra de condecoraciones, le asiste en la tarea, mediante el empleo de unas impresionantes gafas del ultraespacio, compuestas por sendas lentes gruesas rectangulares que abarcan círculos concéntricos. Ya las hubiera querido James Bond para sí en más de una misión. Un pack integrado por dos copitas con agua y coñac/aguardiente (según la preferencia de cada uno), aguarda en la barra a cada celoso agente de la Interpol. Una divertida musiquilla interrumpe la tensión del momento. Procede de una maquina tragaperras situada junto a la entrada. La melodía es tan pegadiza, que tentados estamos de arrancarnos a bailar con el de la verruga y el lotero. ¡Si se decidiera a pasearse por nuestro bar, Georgie Dann, que provecho le sacaría para elaborar nuevas refrescantes canciones del verano!
Pero no todo es jolgorio y desenfreno. El contrapunto justo de gravedad lo aporta el informativo de Canal Sur, emitido desde un rincón del techo, por un legendario clásico de la tecnología audiovisual. Un televisor Elbe. Podríamos realizar un ejercicio de imaginación, intentando reproducir las situaciones tan variopintas acontecidas en el bar, propiciadas por las cotidianas retransmisiones proyectadas por el Elbe. Empleemos para la recreación a nuestros dos simpáticos colaboradores. Telenovela de sobremesa. Imaginemos al de la verruga y al lotero, en la misma postura y con la misma guisa que he descrito anteriormente. Una lágrima se desliza furtiva bajo una lente del lotero. Partido de fútbol. Esta vez, en similar posición e indumentaria, el de la verruga abre la boca mostrando su dentadura comprimida, con coloraciones a juego con las tonalidades verdosas de los palillos, mientras el lotero dilata sus labios a modo de trompeta, para espolear, con un hábil y bien merecido improperio, a un jugador más listo de la cuenta. Y, por último, las doce campanadas. Persiste la pose, la rebequilla y el chándal, aunque ahora rematados con un retozón gorrito de mareantes espirales y colores chillones, tres papelitos de serpentina en cada hombro, y, por supuesto, suplantando el agua de una de las copitas por champán.
Y para el final, he reservado el colofón de la fantasía alicatada. Antes de retirarnos de este mundo repleto de prodigios, hemos de visitar el onírico a la par que majestuoso cuarto de baño. Adentrémonos sin miedo. Una vez expelido un largo ¡Ooohhhhhhh!, analicemos fríamente sus dos particularidades más sobresalientes. La primera es el interruptor de la luz. Fíjense bien. Es el epicentro del bar. Ahí es donde se concentra toda la esencia de nuestro épico establecimiento. ¿Por qué? Pensad, pensad……Toda la clientela antes o después debe entrar ahí, y para llevar a cabo sus necesidades sin contrariedades, han de encender la luz. Es decir, en ese espacio tan reducido, se concentra el aceite, la manteca colorá, los chicharrones, etc, en definitiva, todo el menú abastecido por las manos de sus ilustres asiduos. La riqueza gastronómica elevada al cubo. Y cuando han de apagar la luz, bueno, en fin, aderezan el interruptor con las mismas sustancias, sin embargo ahora sabiamente transformadas por nuestro poderoso aparato digestivo. La segunda particularidad es la capacidad volumétrica del propio cuarto de baño. Es pequeña, ¿verdad? Si empleamos de nuevo a nuestros eficientes camaradas como patrones de medida estándar, comprenderemos mejor su dimensión real. El impertérrito tío de la verruga es bajito, delgado y fibroso. No tendrá problemas para desenvolverse en su interior. Podemos calcular, grosso modo, que en el baño pueden caber hasta 1,3 tíos de la verruga. En cambio, el jovial lotero, es grande y orondo. Sólo cabe un 80% del lotero. Inevitablemente, para evacuar, tendrá que dejar la puerta entreabierta para desplegar las piernas, o sacar medio culo fuera, según sea el caso. Aunque bien pensado, esto no supone ningún contratiempo en absoluto. Cuando un intruso decida invadir la privacidad del baño, la rúbrica de un voluminoso medio culo emanando de la habitación, le hará retractarse de inmediato de su impulso.
Aunque pudiera darse el caso de que, entre coñac y aguardiente, surgiera la chispa y tras declamar ¡Oh, l´amour, l´amour!, tal como lo hacía continuamente la enamoradiza condesa Flora del clásico “Mujeres”, el de la verruga y el lotero decidieran, digamos, mantener relaciones incestuosas en el cuarto de baño. Doblarían la capacidad del lavabo, y como supongo que no comparten las dotes de los contorsionistas, y que además querrían mantener su intimidad a salvo, no les quedaría más remedio que recurrir al biombo, ocultando así sus sutiles inclinaciones. Me refiero al biombo que delimita la zona bohemia de la barra, con el espacio meticulosamente ordenado del comedor, habilitado para la clientela más VIP, distinguidos con su botella de tinto y de Casera, y por supuesto su tapita de altramuces, cuyas cáscaras también insuflan de vida el suelo. Aunque esa ya es otra historia.
Ahora sí, despidámonos de nuestro bar, de esta experiencia irrepetible y alicatada. Pero recordemos, que la especulación inmobiliaria que asola nuestra ciudad, amenaza con aniquilar estos vestigios de solera y autenticidad. Así que, colaboremos con Greenpeace, para que además de ¡Salvad a las ballenas! y de ¡Salvad el Amazonas!, se promueva con ímpetu y tesón, alzando los puños al aire, el ¡Salvad a los bares alicatados!